EL ANARQUISMO: ARCHIVO SUPLEMENTARIO DE OBRAS DE MIKHAIL BAKUNIN (1814 -
1876)
Puerto Rico 13 de mayo de 2017. EL PRINCIPIO DEL ESTADO. En el fondo, la conquista no sólo es el origen, es
también el fin supremo de todos los Estados grandes o pequeños, poderosos o
débiles, despóticos o liberales, monárquicos o aristocráticos, democráticos y
socialistas también, suponiendo que el ideal de los socialistas alemanes, el de
un gran Estado comunista, se realice alguna vez.
Que
ella fue el punto de partida de todos los Estados, antiguos y modernos, no
podrá ser puesto en duda por nadie, puesto que cada página de la historia
universal lo prueba suficientemente. Nadie negará tampoco que los grandes
Estados actuales tienen por objeto, más o menos confesado, la conquista. Pero
los Estados medianos y sobre todo los pequeños, se dirá, no piensan más que en
defenderse y sería ridículo por su parte soñar en la conquista.
Todo
lo ridículo que se quiera, pero sin embargo es su sueño, como el sueño del más
pequeño campesino propietario es redondear sus tierras en detrimento del
vecino; redondearse, crecer, conquistar a cualquier precio y siempre, es una
tendencia fatalmente inherente a todo Estado, cualquiera que sea su extensión,
su debilidad o su fuerza, porque es una necesidad de su naturaleza. ¿Qué es el
Estado si no es la organización del poder? Pero está en la naturaleza de todo
poder la imposibilidad de soportar un superior o un igual, pues el poder no
tiene otro objeto que la dominación, y la dominación no es real más que cuando
le está sometido todo lo que la obstaculiza; ningún poder tolera otro más que
cuando está obligado a ello, es decir, cuando se siente impotente para
destruirlo o derribarlo. El solo hecho de un poder igual es una negación de su
principio y una amenaza perpetua contra su existencia; porque es una
manifestación y una prueba de su impotencia. Por consiguiente, entre todos los
Estados que existen uno junto al otro, la guerra es permanente y su paz no es
más que una tregua.
Está
en la naturaleza del Estado el presentarse tanto con relación a sí mismo como
frente a sus súbditos, como el objeto absoluto. Servir a su prosperidad, a su
grandeza, a su poder, esa es la virtud suprema del patriotismo. El Estado no
reconoce otra, todo lo que le sirve es bueno, todo lo que es contrario a sus
intereses es declarado criminal; tal es la moral de los Estados.
Es
por eso que la moral política ha sido en todo tiempo, no sólo extraña, sino
absolutamente contraria a la moral humana. Esa contradicción es una
consecuencia inevitable de su principio: no siendo el Estado más que una parte,
se coloca y se impone como el todo; ignora el derecho de todo lo que, no siendo
él mismo, se encuentra fuera de él, y cuando puede, sin peligro, lo viola. El
Estado es la negación de la humanidad.
¿Hay
un derecho humano y una moral humana absolutos? En el tiempo que corre y viendo
todo lo que pasa y se hace en Europa hoy , está uno forzado a plantearse esta
cuestión. Primeramente; ¿existe lo absoluto, y no es todo relativo en este
mundo? Respecto de la moral y del derecho: lo que se llamaba ayer derecho ya no
lo es hoy, y lo que parece moral en China puede no ser considerado tal en
Europa. Desde este punto de vista cada país, cada época no deberían ser
juzgados más que desde el punto de vista de las opiniones contemporáneas y
locales, y entonces no habría ni derecho humano universal ni moral humana
absoluta.
De
este modo, después de haber soñado lo uno y lo otro, después de haber sido
metafísicos o cristianos, vueltos hoy positivistas, deberíamos renunciar a ese
sueño magnífico para volver a caer en las estrecheces morales de la antigüedad,
que ignoran el nombre mismo de la humanidad, hasta el punto de que todos los
dioses no fueron más que dioses exclusivamente nacionales y accesibles sólo a
los cultos privilegiados.
Pero
hoy que el cielo se ha vuelto un desierto y que todos los dioses, incluso
naturalmente, el Jehová de los judíos, se hallan destronados, hoy sería eso
poco todavía: volveríamos a caer en el materialismo craso y brutal de Bismarck,
de Thiers y de Federico II, de acuerdo a los cuales dios está siempre
de parte de los grandes batallones, como dijo excelentemente este
último; el único objeto digno de culto, el principio de toda moral, de todo
derecho, sería la fuerza; esa es la verdadera religión del Estado.
¡Y
bien, no! Por ateos que seamos y precisamente porque somos ateos, reconocemos
una moral humana y un derecho humano absolutos. Sólo que se trata de entenderse
sobre la significación de esa palabra absoluto. Lo absoluto
universal, que abarca la totalidad infinita de los mundos y de los seres, no lo
concebimos, porque no sólo somos incapaces de percibirlo con nuestros sentidos,
sino que no podemos siquiera imaginarlo. Toda tentativa de este género nos
volvería a llevar al vacío, tan amado de los metafísicos, de la abstracción
absoluta.
Lo
absoluto de que nosotros hablamos es un absoluto muy relativo y en particular relativo
exclusivamente para la especie humana. Esta última está lejos de ser eterna;
nacida sobre la tierra, morirá en ella, quizás antes que ella, dejando el
puesto, según el sistema de Darwin, a una especie más poderosa, más completa,
más perfecta. Pero en tanto que existe, tiene un principio que le es inherente
y que hace que sea precisamente lo que es: es ese principio el que constituye,
en relación a ella, lo absoluto. Veamos cuál es ese principio.
De
todos los seres vivos sobre esta tierra, el hombre es a la vez el más social y
el mas individualista. Es sin contradicción también el mas inteligente.
Hay tal vez animales que son más sociales que él, por ejemplo las abejas, las
hormigas; pero al contrario, son tan poco individualistas que los individuos que
pertenecen a esas especies están absolutamente absorbidos por ellas y como
aniquilados en su sociedad: son todo para la colectividad, nada o casi nada par
sí mismos. Parece que existe una ley natural, conforme a la cual cuanto más
elevada es una especie de animales en la escala de los seres, por su
organización más completa, tanto más latitud, libertad e individualidad deja a
cada uno. Los animales feroces, que ocupan incontestablemente el rango más
elevado, son individualistas en un grado supremo.
El hombre,
animal feroz por excelencia, es el más individualista de todos. Pero al mismo
tiempo –y este es uno de sus rasgos distintivos- es eminente, instintiva y
fatalmente socialista. Esto es de tal modo verdadero que su inteligencia misma,
que lo hace tan superior a todos los seres vivos y que lo constituye en cierto
modo en el amo de todos, no puede desarrollarse y llegar a la conciencia de sí
mismo más que en sociedad y por el concurso de la colectividad eterna.
Y en
efecto, sabemos bien que es imposible pensar sin palabras: al margen o antes de
la palabra pudo muy bien haber representaciones o imágenes de las cosas, pero
no hubo pensamientos. El pensamiento vive y se desarrolla solamente con la
palabra. Pensar es, pues, hablar mentalmente consigo mismo. Pero toda
conversación supone al menos dos personas, la una sois vosotros, ¿quién es la
otra? Es todo el mundo humano que conocéis.
El
hombre, en tanto que individuo animal, como los animales de todas las otras
especies, desde el principio y desde que comienza a respirar, tiene el
sentimiento inmediato de su existencia individual; pero no adquiere la
conciencia reflexiva de si, conciencia que constituye propiamente su
personalidad, más que por medio de la inteligencia, y por consiguiente sólo en
la sociedad. Vuestra personalidad más íntima, la conciencia que tenéis de
vosotros mismos en vuestro fuero interno, no es en cierto modo más que el
reflejo de vuestra propia imagen, repercutida y enviada de nuevo como por otros
tantos espejos por la conciencia tanto colectiva como individual de todos los
seres humanos que componen vuestro mundo social. Cada hombre que conocéis y con
el cual os halláis en relaciones, sean directas sean indirectas, determina más
o menos vuestro ser más íntimo, contribuye a haceros lo que sois, a constituir
vuestra personalidad. Por consiguiente, si estáis rodeados de esclavos, aunque
seáis su amo, no dejáis de ser un esclavo, pues la conciencia de los esclavos
no puede enviaros sino vuestra imagen envilecida. La imbecilidad de todos os imbeciliza,
mientras que la inteligencia de todos os ilumina, os eleva; los vicios de
vuestro medio social son vuestros vicios y no podríais ser hombres realmente
libres sin estar rodeados de hombres igualmente libres, pues la existencia de
un solo esclavo basta para aminorar vuestra libertad. En la inmortal
declaración de los derechos del hombre, hecha por la Convención nacional,
encontramos expresada claramente esa verdad sublime, que la esclavitud
de un solo ser humano es la esclavitud de todos.
Contienen
toda la moral humana, precisamente lo que hemos llamado la moral
absoluta, absoluta sin duda en relación sólo a la humanidad, no en
relación al resto de los seres, no menos aún en relación a la totalidad
infinita de los mundos, que nos es eternamente desconocida. La encontramos en
germen más o menos en todos los sistemas de moral que se han producido en la
historia y de los cuales fue en cierto modo como la luz latente, luz que por lo
demás no se ha manifestado, con mucha frecuencia, más que por reflejos tan
inciertos como imperfectos. Todo lo que vemos de absolutamente verdadero, es
decir, de humano, no es debido más que a ella.
¿Y
cómo habría de ser de otra manera, si todos los sistemas de moral que se
desarrollaron sucesivamente en el pasado, lo mismo que todos los demás
desenvolvimientos del hombre, incluso los desenvolvimientos teológicos y
metafísicos, no tuvieron jamás otra fuente que la naturaleza humana, no han
sido sus manifestaciones más o menos imperfectas? Pero esta ley moral que
llamamos absoluta, ¿qué es sino la expresión más pura, la más completa, la más
adecuada, como dirían los metafísicos, de esa misma naturaleza humana,
esencialmente socialista e individualista a la vez?
El
defecto principal de los sistemas de moral enseñados en el pasado, es haber
sido exclusivamente socialistas o exclusivamente individualistas. Así, la moral
cívica, tal como nos ha sido transmitida por los griegos y los romanos, fue una
moral exclusivamente socialista, en el sentido que sacrifica siempre la
individualidad a la colectividad: sin hablar de las miríadas de esclavos que
constituyen la base de la civilización antigua, que no eran tenidos en cuenta
más que como cosas, la individualidad del ciudadano griego o romano mismo fue
siempre patrióticamente inmolada en beneficio de la colectividad constituida en
Estado. Cuando los ciudadanos, cansados de esa inmolación permanente, se
rehusaron al sacrificio, las repúblicas griegas primero, después romanas, se
derrumbaron. El despertar del individualismo causó la muerte de la antigüedad.
Ese
individualismo encontró su más pura y completa expresión en las religiones
monoteístas, en el judaísmo, en el mahometanismo y en el cristianismo sobre
todo. El Jehová de los judíos se dirige aún a la colectividad, al menos bajo
ciertas relaciones, puesto que tiene un pueblo elegido, pero contiene ya todos
los gérmenes de la moral exclusivamente individualista.
Debería
ser así: los dioses de la antigüedad griega y romana no fueron en último
análisis más que los símbolos, los representantes supremos de la colectividad
dividida, del Estado. Al adorarlos, se adoraba al Estado, y toda la moral que
fue enseñada en su nombre no pudo por consiguiente tener otro objeto que la
salvación, la grandeza y la gloria del Estado.
El
dios de los judíos, déspota envidioso, egoísta y vanidoso si los hay, se cuidó
bien, no de identificar, sino sólo de mezclar su terrible persona con la
colectividad de su pueblo elegido, elegido para servirle de alfombra predilecta
a lo sumo, pero no para que se atreviera a levantarse hasta él. entre él y su
pueblo hubo siempre un abismo. Por otra parte, no admitiendo otro objeto de
adoración que él mismo, no podía soportar el culto al Estado. Por consiguiente,
de los judíos, tanto colectiva como individualmente, no exigió nunca más que
sacrificios para sí, jamás para la colectividad o para la grandeza y la gloria
del Estado.
Por
lo demás, los mandamientos de Jehová, tal como nos han sido transmitidos por el
decálogo, no se dirigen casi exclusivamente más que al individuo: no constituyen
excepción más que aquellos cuya ejecución supera las fuerzas del individuo y
exige el concurso de todos; por ejemplo: la orden tan singularmente humana que
incita a los judíos a extirpar hasta el último, incluso las mujeres y niños, a
todos los paganos que encuentren en la tierra prometida, orden verdaderamente
digna del padre de nuestra santa trinidad cristiana, que se distingue, como se
sabe, por su amor exuberante hacia esta pobre especie humana.
Todos
los otros mandamientos no se dirigen más que al individuo; no matarás
(exceptuados los casos muy frecuentes en que te lo ordene yo mismo, habría
debido añadir); no robarás ni la propiedad ni la mujer ajenas (siendo
considerada esta última como una propiedad también); respetarás a tus padres.
Pero sobre todo me adorarás a mí, el dios envidioso, egoísta, vanidoso y
terrible, y si no quieres incurrir en mi cólera, me cantarás alabanzas y te
prosternarás eternamente ante mí.
En el
mahometismo no existe ni la sombra del colectivismo nacional y restringido que
domina en las religiones antiguas y del que se encuentran siempre algunos
débiles restos hasta en el culto judaico. El Corán no conoce pueblo elegido;
todos los creyentes, a cualquier nación o comunidad que pertenezcan, son
individualmente, no colectivamente, elegidos de dios. Así, los califas,
sucesores de Mahoma, no se llamarán nunca Sión, jefes de los creyentes.
Pero
ninguna religión impulsó tan lejos el culto del individualismo como la religión
cristiana. Ante las amenazas del infierno y las promesas absolutamente
individuales del paraíso, acompañadas de esta terrible declaración que
sobre muchos llamados habrá sino muy pocos elegidos, la religión
cristiana provocó un desorden, un general sálvese el que pueda; una especie de
carrera de apuesta en que cada cual era estimulado sólo por una preocupación
única, la de salvar su propia almita. Se concibe que una tal religión haya
podido y debido dar el golpe de gracia a la civilización antigua, fundada exclusivamente
en el culto a la colectividad, a la patria, al Estado y disolver todos sus
organismos, sobre todo en una época en que moría ya de vejez. ¡El
individualismo es un disolvente tan poderoso! Vemos la prueba de ello en el
mundo burgués actual.
A
nuestro modo de ver, es decir según nuestro punto de vista de la moral humana,
todas las religiones monoteístas, pero sobre todo la religión cristiana, como
la más completa y la más consecuente de todas, son profunda, esencial,
principalmente inmorales: al crear su dios, han proclamado la decadencia de
todos los hombres, de los cuales no admitieron la solidaridad más que en el
pecado; y al plantear el principio de la salvación exclusivamente individual,
han renegado y destruido, tanto como les fue posible hacerlo, la colectividad
humana, es decir el principio mismo de la humanidad.
No es
extraño que se haya atribuido al cristianismo el honor de haber creado la idea
de la humanidad, de la que, al contrario, fue el negador más completo y más
absoluto. Bajo un aspecto pudo reivindicar este honor, pero solamente bajo uno:
ha contribuido de una manera negativa, cooperando potentemente a la destrucción
de las colectividades restringidas y parciales de la antigüedad, apresurando la
decadencia natural de las patrias y de las ciudades que, habiéndose divinizado
en sus dioses, formaban un obstáculo a la constitución de la humanidad; pero es
absolutamente falso decir que el cristianismo haya tenido jamás el pensamiento
de constituir esta última, o que haya comprendido o siquiera presentido lo que
llamamos hoy la solidaridad de los hombres, ni la humanidad, que es una idea
completamente moderna, entrevista por el Renacimiento, pero concebida y
enunciada de una manera clara y precisa sólo en el siglo XVIII.
El
cristianismo no tiene absolutamente nada que hacer con la humanidad, por la
simple razón de que tiene por objeto único la divinidad, pues una excluye a la
otra. La idea de la humanidad reposa en la solidaridad fatal, natural, de todos
los hombres. Pero el cristianismo, hemos dicho, no reconoce esa solidaridad más
que en el pecado, y la rechaza absolutamente en la salvación, en el reino de
ese dios que sobre muchos llamados no hace gracia más que a muy pocos elegidos,
y que en su justicia adorable, impulsado sin duda por ese amor
infinito que lo distingue, antes mismo de que los hombres hubiesen nacido sobre
esta tierra, había condenado a la inmensa mayoría a los sufrimientos eternos
del infierno, y eso para castigarlos por un pecado cometido, no por ellos
mismos, sino por sus antepasados primeros, que estuvieron obligados a
cometerlo: el pecado de infligir una desmentida a la presciencia divina.
Tal
es la lógica sana y la base de toda moral cristiana ¿Qué tienen que hacer con
la lógica y la moral humanas?
En
vano se esforzarán por probarnos que el cristianismo reconoce la solidaridad de
los hombres, citándonos fórmulas del evangelio que parecen predecir el
advenimiento de un día en que no habrá más que un solo pastor y un solo rebaño;
en que se nos mostrará la iglesia católica romana, que tiende incesantemente a
la realización de ese fin por la sumisión del mundo entero al gobierno del
Papa. La transformación de la humanidad entera en un rebaño, así como la
realización, felizmente imposible, de esa monarquía universal y divina no tiene
absolutamente nada que ver con el principio de la solidaridad humana, que es lo
único que constituye lo que llamamos humanidad. No hay ni la sombra de esa
solidaridad en la sociedad tal como la sueñan los cristianos y en la cual no se
es nada por la gracia de los hombres, sino todo por la gracia de dios,
verdadero rebaño de carneros disgregados y que no tienen ni deben tener ninguna
relación inmediata y natural entre si, hasta el punto que les es prohibido
unirse para la reproducción de la especie sin el permiso o la bendición de su
pastor, pues sólo el sacerdote tiene derecho a casarlos en nombre de ese dios
que forma el único rasgo de una unión legítima entre ellos: separados fuera de
él, los cristianos no se unen ni pueden unirse más que en él. Fuera de esa
sanción divina, todas las relaciones humanas, aun los lazos de la familia, son
alcanzados por la maldición general que afecta a la creación; son reprobados la
ternura de los padres, de los esposos, de los hijos, la amistad fundada en la
simpatía y en la estima recíprocas, el amor y el respeto de los hombres, la
pasión de lo verdadero, de lo justo y de lo bueno, la de la libertad, y la más
grande de todas, la que implica todas las demás, la pasión de la humanidad;
todo eso es maldito y no podría ser rehabilitado más que por la gracia de dios.
todas las relaciones de hombre a hombre deben ser santificadas por la
intervención divina; pero esa intervención las desnaturaliza, loas desmoraliza,
las destruye. Lo divino mata lo humano y todo el culto cristiano no consiste
propiamente más que en esa inmolación perpetua de lo humano en honor de la
divinidad.
Que
no se objete que el cristianismo ordena a los niños a amar a sus padres, a los
padres a amar a sus hijos, a los esposos a feccionarse mutuamente. Sí, les
manda eso, pero no les permite amarlo inmediata, naturalmente y por sí mismos,
sino sólo en dios y por dios; no admite todas esas relaciones actuales más que
a condición de que dios se encuentre como tercero, y ese terrible tercero mata
las uniones. El amor divino aniquila el amor humano. El cristianismo ordena, es
verdad, amar a nuestro prójimo tanto como a nosotros mismos, pero nos ordena al
mismo tiempo amar a dios más que a nosotros mismos y por consiguiente también
más que al prójimo, es decir sacrificarle el prójimo por nuestra salvación,
porque al fin de cuentas el cristiano no adora a dios más que por la salvación
de su alma.
Aceptando
a dios, todo eso es rigurosamente consecuente: dios es lo infinito, lo
absoluto, lo eterno, lo omnipotente; el hombre es lo finito, lo impotente. En
comparación con dios, bajo todos los aspectos, no es nada. Sólo lo divino es
justo, verdadero, dichoso y bueno, y todo lo que es humano en el hombre debe
ser por eso mismo declarado falso, inicuo, detestable y miserable. El contacto
de la divinidad con esa pobre humanidad debe devorar, pues, necesariamente,
consumir, aniquilar todo lo que queda de humano en los hombres.
La
intervención divina en los asuntos humanos no ha dejado nunca de producir
efectos excesivamente desastrosos. Pervierte todas las relaciones de los
hombres entre sí y reemplaza su solidaridad natural por la práctica hipócrita y
malsana de las comunidades religiosas, en las que bajo las apariencias de la
caridad, cada cual piensa sólo en la salvación de su alma, haciendo así, bajo
el pretexto del amor divino, egoísmo humano excesivamente refinado, lleno de
ternura para sí y de indiferencia, de malevolencia y hasta de crueldad para el
prójimo. Eso explica la alianza íntima que ha existido siempre entre el verdugo
y el sacerdote, alianza francamente confesada por el célebre campeón del
ultramontanismo, Joseph de Maistre, cuya pluma elocuente, después de haber
divinizado al papa, no dejó de rehabilitar al verdugo; uno era en efecto el
complemento del otro.
Pero
no es sólo en la iglesia católica donde existe y se produce esa ternura
excesiva hacia el verdugo. Los ministros sinceramente religiosos y creyentes de
los diferentes cultos protestantes, ¿no han protestado unánimemente en nuestros
días contra la abolición de la pena de muerte? No cabe duda que el amor divino
mata el amor de los hombres en los corazones que están penetrados de él;
tampoco cabe duda que todos los cultos religiosos en general, pero entre ellos
el cristianismo sobre todo, no han tenido jamás otro objeto que el sacrificio
de los hombres a los dioses. Y entre todas las divinidades de que nos habla la
historia, ¿hay una sola que haya hecho verter tantas lágrimas y sangre como ese
buen dios de los cristianos o que haya pervertido hasta tal punto las
inteligencias, los corazones y todas las relaciones de los hombres entre sí?
Bajo
esta influencia malsana, el espíritu se eclipsó y la investigación ardiente de
la verdad se transformó en un culto complaciente a la mentira; la dignidad
humana se envilecía, el hombre (una palabra ilegible en el original) se
convertía en traidor, la bondad cruel, la justicia inicua y el respeto humano
se transformaron en un desprecio creyente para los hombres; el instinto de la
libertad terminó en el establecimiento de la servidumbre, y el de la igualdad
en la sanción de los privilegios más monstruosos. La caridad, al volverse
delatora y persecutora, ordenó la masacre de los heréticos y las orgías
sangrientas de la Inquisición; el hombre religioso se llamó jesuita, devoto o
pietista ‘renunciando a la humanidad se encaminó a la santidad’ y el santo,
bajo las apariencias de una humanidad más (una palabra ilegible en el
original), se volvió hipócrita, y con la caridad ocultó el orgullo y el
egoísmo inmensos de un yo humano absolutamente aislado que se ama a sí mismo en
su dios. Porque no hay que engañarse: lo que el hombre religioso busca sobre
todo y lo cree encontrar en la divinidad que ama, es a sí mismo, pero
glorificado, investido por la omnipotencia e inmortalizado. También sacó de él
muy a menudo pretextos e instrumentos para someter y para explotar el mundo
humano.
He
ahí, pues la primera palabra del culto cristiano: es la exaltación del egoísmo
que, al romper toda solidaridad social, se ama a sí mismo en su dios y se
impone a la masa ignorante de los hombres en nombre de ese dios, es decir en
nombre de su yo humano, consciente e inconscientemente exaltado y divinizado
por sí mismo. Es por eso también que los hombres religiosos son ordinariamente
tan feroces: al defender a su dios, toman partido por su egoísmo, por su
orgullo y por su vanidad.
De
todo esto resulta que el cristianismo es la negación más decisiva y la más
completa de toda solidaridad entre los hombres, es decir de la sociedad, y por
consiguiente también de la moral, puesto que fuera de la sociedad, creo haberlo
demostrado, no quedan más que relaciones religiosas del hombre aislado con su
dios, es decir consigo mismo.
Los
metafísicos modernos, a partir del siglo XVII, han tratado de restablecer la
moral, fundándola, no en dios, sino en el hombre. Por desgracia, obedeciendo a
las tendencias de su siglo, tomaron por punto de partida, no al hombre social,
vivo y real, que es el doble producto de la naturaleza y de la sociedad, sino
el yo abstracto del individuo, al margen de todos sus lazos naturales y
sociales, aquel mismo a quien divinizó el egoísmo cristiano y a quien todas las
iglesias, tanto católicas como protestantes, adoran como su dios.
¿Cómo
nació el dios único de los monoteístas? Por la eliminación necesaria de todos
los seres reales y vivos.
Para
explicar lo que entendemos por eso, es necesario decir algunas cosas sobre la
religión. No quisiéramos hablar de ella, pero en el tiempo que corre es
imposible tratar cuestiones políticas y sociales sin tocar la cuestión
religiosa.
Se
pretendió erróneamente que el sentimiento religioso no es propio más que de los
hombres; se encuentran perfectamente todos los elementos constitutivos en el
reino animal, y entre esos elementos el principal es el miedo. “El temor de
dios ‘dicen los teólogos’ es el comienzo de la sabiduría”. Y bien, ¿no se
encuentra ese temor excesivamente desarrollado en todos los animales, y no
están todos los animales constantemente amedrentados? Todos experimentan un
terror instintivo ante la omnipotencia que los produce, los cría, los nutre, es
verdad, pero al mismo tiempo loas aplasta, los envuelve por todas partes, que
amenaza su existencia a cada hora y que acaba siempre por matarlos.
Como
los animales de todas las demás especies no tienen ese poder de abstracción y
de generalización de que sólo el hombre está dotado, no se representan la
totalidad de los seres que nosotros llamamos naturaleza, pero la sienten y la
temen. Ese es el verdadero comienzo del sentimiento religioso.
No
falta en ellos siquiera la adoración. Sin hablar del estremecimiento de alegría
que experimentan todos los seres vivos al levantarse el sol, ni de sus gemidos
a la aproximación de una de esas catástrofes naturales terribles que los
destruyen por millares; no se tiene más que considerar, por ejemplo, la actitud
del perro en presencia de su amo. ¿No está por completo en ella la del hombre
ante dios?
Tampoco
ha comenzado el hombre por la generalización de los fenómenos naturales, y no
ha llegado a la concepción de la naturaleza como ser único más que después de
muchos siglos de desenvolvimiento moral. El hombre primitivo, el salvaje, poco
diferente del gorila, compartió sin duda largo tiempo todas las sensaciones y
las representaciones instintivas del gorila; no fue sino a la larga como
comenzó a hacerlas objeto de sus reflexiones, primero necesariamente
infantiles, darles un nombre y por eso mismo a fijarlas en su espíritu
naciente.
Fue
así cómo tomó cuerpo el sentimiento religioso que tenía en común con los
animales de las otras especies, cómo se transformó en una representación
permanente y en el comienzo de una idea, la de la existencia oculta de un ser
superior y mucho más poderoso que él y generalmente muy cruel y muy malhechor,
del ser que le ha causado miedo, en una palabra, de su dios.
Tal
fue el primer dios, de tal modo rudimentario, es verdad, que, el salvaje que lo
busca por todas partes para conjurarlo, cree encontrarlo a veces en un trozo de
madera, en un trapo, en un hueso o en una piedra: esa fue la época del fetichismo de
que encontramos aún vestigios en el catolicismo.
Fueron
precisos aún siglos, sin duda para que el hombre salvaje pasase del culto de
los fetiches inanimados al de los fetiches vivos, al de los brujos.
Llega a él por una larga serie de experiencias y por el procedimiento de la
eliminación: no encontrando la potencia temible que quería conjurar en los
fetiches, la busca en el hombre-dios, el brujo.
Más
tarde y siempre por ese mismo procedimiento de eliminación y haciendo
abstracción del brujo, de quien por fin la experiencia le demostró la
impotencia, el salvaje adoró sucesivamente todos los fenómenos más grandiosos y
terribles de la naturaleza: la tempestad, el trueno, el viento y, continuando
así, de eliminación en eliminación, ascendió finalmente al culto del sol y de
los planetas. Parece que el honor de haber creado ese culto pertenece a los
pueblos paganos.
Eso
era ya un gran progreso. Cuanto más se alejaba del hombre la divinidad, es
decir la potencia que causa miedo, más respetable y grandiosa parecía. No había
que dar más que un solo gran paso para el establecimiento definitivo del mundo
religioso, y ese fue el de la adoración de una divinidad invisible.
Hasta
ese salto mortal de la adoración de lo visible a la adoración
de lo invisible, los animales de las otras especies habían podido, con rigor,
acompañar a su hermano menor, el hombre, en todas sus experiencias teológicas.
Porque ellos también adoran a su manera los fenómenos de la naturaleza. No
sabemos lo que pueden experimentar hacia otros planetas; pero estamos seguros
de que la Luna y sobre todo el Sol ejercen sobre ellos una influencia muy
sensible. Pero la divinidad invisible no pudo ser inventada más que por el
hombre.
Pero
el hombre mismo, ¿por qué procedimiento ha podido descubrir ese ser invisible,
del que ninguno de sus sentidos, ni su vista han podido ayudarle a comprobar la
existencia real, y por medio de qué artificio ha podido reconocer su naturaleza
y sus cualidades? ¿Cuál es, en fin, ese ser supuesto absoluto y que el hombre
ha creído encontrar por encima y fuera de todas las cosas?
El
procedimiento no fue otro que esa operación bien conocida del espíritu que
llamamos abstracción o eliminación, y el resultado final de esa operación no
puede ser más que el abstracto absoluto, la nada. Y es precisamente esa nada a
la cual el hombre adora como su dios.
Elevándose
por su espíritu sobre todas las cosas reales, incluso su propio cuerpo,
haciendo abstracción de todo lo que es sensible o siquiera visible, inclusive
el firmamento con todas las estrellas, el hombre se encuentra frente al vacío
absoluto, a la nada indeterminada, infinita, sin ningún contenido, sin ningún
límite.
En
ese vacío, el espíritu del hombre que lo produjo por medio de la eliminación de
todas las cosas, no pudo encontrar necesariamente más que a sí mismo en estado
de potencia abstracta; viéndolo todo destruido y no teniendo ya nada que
eliminar, vuelve a caer sobre sí en una inacción absoluta; y considerándose en
esa completa inacción un ser diferente de sí, se presenta como su propio dios y
se adora.
Dios
no es, pues, otra cosa que el yo humano absolutamente vacío a fuerza de
abstracción o de eliminación de todo lo que es real y vivo. Precisamente de ese
modo lo concibió Buda, que, de todos los reveladores religiosos, fue
ciertamente el más profundo, el más sincero, el más verdadero.
Sólo
que Buda no sabía y no podía saber que era el espíritu humano mismo el que
había creado ese dios-nada. Apenas hacia el fin del siglo último comenzó la
humanidad a percatarse de ello, y sólo en nuestro siglo, gracias a los estudios
mucho más profundos sobre la naturaleza y sobre las operaciones del espíritu
humano, se ha llegado a dar cuenta completa de ello.
Cuando
el espíritu humano creó a dios, procedió con la más completa ingenuidad; y sin
saberlo, pudo adorarse en su dios-nada.
Sin
embargo, no podía detenerse ante esa nada que había hecho él mismo, debía
llenarla a cualquier precio y hacerla volver a la tierra, a la realidad
viviente. Llegó a ese fin siempre con la misma ingenuidad y por el
procedimiento más natural, más sencillo. Después de haber divinizado su propio
yo en ese estado de abstracción o de vacío absoluto, se arrodilló ante él, lo
adoró y lo proclamó la causa y el autor de todas las cosas; ese fue el comienzo
de la teología.
Dios,
la nada absoluta, fue proclamado el único ser vivo, poderoso y real, y el mundo
viviente y por consecuencia necesaria la naturaleza, todas las cosas
efectivamente reales y vivientes, al ser comparadas con ese dios fueron
declaradas nulas. Es propio de la teología hacer de la nada lo real y de lo
real la nada.
Procediendo
siempre con la misma ingenuidad y sin tener la menor conciencia de lo que
hacía, el hombre usó de un medio muy ingenioso y muy natural a la vez para
llenar el vacío espantoso de su divinidad: le atribuyó simplemente,
exagerándolas siempre hasta proporciones monstruosas, todas las acciones, todas
las fuerzas, todas las cualidades y propiedades, buenas o malas, benéficas o
maléficas, que encontró tanto en la naturaleza como en la sociedad. Fue así
como la tierra, entregada al saqueo, se empobreció en provecho del cielo, que
se enriqueció con sus despojos.
Resultó
de esto que cuanto más se enriqueció el cielo –la habitación de la divinidad-,
más miserable se volvió la tierra; y bastaba que una cosa fuese adorada en el
cielo, para que todo lo contrario de esa cosa se encontrase realizada en este
bajo mundo. Eso es lo que se llama ficciones religiosas; a cada una de esas
ficciones corresponde, se sabe perfectamente, alguna realidad monstruosa; así,
el amor celeste no ha tenido nunca otro efecto que el odio terrestre, la bondad
divina no ha producido sino el mal, y la libertad de dios significa la
esclavitud aquí abajo. Veremos pronto que lo mismo sucede con todas las
ficciones políticas y jurídicas, pues unas y otras son por lo demás
consecuencias o transformaciones de la ficción religiosa.
La
divinidad asumió de repente ese carácter absolutamente maléfico. En las
religiones panteístas de Oriente, en el culto de los brahmanes y en el de los
sacerdotes de Egipto, tanto como en las creencias fenicias y siríacas, se
presenta ya bajo un aspecto bien terrible. El Oriente fue en todo tiempo y es
aún hoy, en cierta medida al menos, la patria de la divinidad despótica,
aplastadora y feroz, negación del espíritu de la humanidad. Esa es también la
patria de los esclavos, de los monarcas absolutos y de las castas.
En
Grecia la divinidad se humaniza –su unidad misteriosa, reconocida en Oriente
sólo por los sacerdotes, su carácter atroz y sombrío son relegados en el fondo
de la mitología helénica-, al panteísmo sucede el politeísmo. El Olimpo, imagen
de la federación de las ciudades griegas, es una especie de república muy
débilmente gobernada por el padre de los dioses, Júpiter, que obedece él mismo
los decretos del destino.
El
destino es impersonal; es la fatalidad misma, la fuerza irresistible de las
cosas, ante la cual debe plegarse todo, hombres y dioses. Por lo demás, entre
esos dioses, creados por los poetas, ninguno es absoluto; cada uno representa
sólo un aspecto, una parte, sea del hombre, sea de la naturaleza en general,
sin cesar sin embargo de ser por eso seres concretos y vivos. Se completan
mutuamente y forman un conjunto muy vivo, muy gracioso y sobre todo muy humano.
Nada
de sombrío en esa religión, cuya teología fue inventada por los poetas,
añadiendo cada cual libremente algún dios o alguna diosa nuevos, según las
necesidades de las ciudades griegas, cada una de las cuales se honraba con su
divinidad tutelar, representante de su espíritu colectivo. Esa fue la religión,
no de los individuos, sino de la colectividad de los ciudadanos de tantas
patrias restringidas y (la primera parte de una palabra ilegible)...mente
libres, asociadas por otra parte entre sí más o menos por una especie de
federación imperfectamente organizada y muy (una palabra ilegible).
De
todos los cultos religiosos que nos muestra la historia, ese fue ciertamente el
menos teológico, el menos serio, el menos divino y a causa de eso mismo el
menos malhechor, el que obstaculizó menos el libre desenvolvimiento de la
sociedad humana. La sola pluralidad de los dioses más o menos iguales en
potencia era una garantía contra el absolutismo; perseguido por unos, se podía
buscar la protección de los otros y el mal causado por un dios encontraba su
compensación en el bien producido por otro. No existía, pues, en la mitología
griega esa contradicción lógica y moralmente monstruosa, del bien y del mal, de
la belleza y la fealdad, de la bondad y la maldad, del amor y el odio
concentrados en una sola y misma persona, como sucede fatalmente en el dios del
monoteísmo.
Esa
monstruosidad la encontramos por completo activa en el dios de los judíos y de
los cristianos. Era una consecuencia necesaria de la unidad divina; y, en
efecto, una vez admitida esa unidad, ¿cómo explicar la coexistencia del bien y
del mal? Los antiguos persas habían imaginado al menos dos dioses: uno, el de
la luz y del bien, Ormuzd; el otro, el del mal y de las tinieblas, Ahriman;
entonces era natural que se combatieran, como se combaten el bien y el mal y
triunfan sucesivamente en la naturaleza y en la sociedad. Pero, ¿cómo explicar
que un solo y mismo dios, omnipotente, todo verdad, amor, belleza, haya podido
dar nacimiento al mal, al odio, a la fealdad, a la mentira?
Para
resolver esta contradicción, los teólogos judíos y cristianos han recurrido a
las invenciones más repulsivas y más insensatas. Primeramente atribuyeron todo
el mal a Satanás. Pero Satanás, ¿de dónde procede? ¿Es, como Ahriman, el igual
de dios? De ningún modo; como el resto de la creación, es obra de dios. Por
consiguiente, ese dios fue el que engendró el mal. No, responden los teólogos;
Satanás fue primero un ángel de luz y desde su rebelión contra dios se volvió
ángel de las tinieblas. Pero si la rebelión es un mal –lo que está muy sujeto a
caución, y nosotros creemos al contrario que es un bien, puesto que sin ella no
habría habido nunca emancipación social-, si constituye un crimen, ¿quién ha
creado la posibilidad de ese mal? Dios, sin duda, os responderán aun los mismos
teólogos, pero no hizo posible el mal más que para dejar a los ángeles y a los
hombres el libre arbitrio. ¿Y qué es el libre arbitrio? Es la facultad de
elegir entre el bien y el mal, y decidir espontáneamente sea por uno sea por
otro. Pero para que los ángeles y los hombres hayan podido elegir el mal, para
que hayan podido decidirse por el mal, es preciso que el mal haya existido
independientemente de ellos, ¿y quién ha podido darle esa existencia, sino
dios?
También
pretenden los teólogos que, después de la caída de Satanás, que precedió a la
del hombre, dios, sin duda esclarecido por esa experiencia, no queriendo que
otros ángeles siguieran el ejemplo de Satanás les privó del libre arbitrio, no
dejándoles mas que la facultad del bien, de suerte que en lo sucesivo son
forzosamente virtuosos y no se imaginan otra felicidad que la de servir
eternamente como criados a ese terrible señor.
Pero
parece que dios no ha sido suficientemente esclarecido por su primera
experiencia, puesto que, después de la caída de Satanás, creó al hombre y, por
ceguera o maldad, no dejó de concederle ese don fatal del libre arbitrio que
perdió a Satanás y que debía perderlo también a él.
La
caída del hombre, tanto como la de Satanás, era fatal, puesto que había sido
determinada desde la eternidad en la presciencia divina. Por lo demás, sin
remontar tan alto, nos permitiremos observar que la simple experiencia de un
honesto padre de familia habría debido impedir al buen dios someter a esos
desgraciados primeros hombres a la famosa tentación. El más simple padre de
familia sabe muy bien que basta que se impida a los niños tocar una cosa para
que un instinto de curiosidad invencible los fuerce absolutamente a tocarla.
Por tanto, si ama a los hijos y si es realmente justo y bueno, les ahorrará esa
prueba tan inútil como cruel.
Dios
no tuvo ni esa razón ni esa bondad, ni esa (una palabra ilegible) y
aunque supiese de antemano que Adán y Eva debían sucumbir a la tentación, en
cuanto se cometió ese pecado, helo ahí que se deja llevar por un furor
verdaderamente divino. No se contenta con maldecir a los desgraciados
desobedientes, maldice a toda su descendencia hasta el fin de los siglos,
condenando a los tormentos del infierno a millares de hombres que eran
evidentemente inocentes, puesto que ni siquiera habían nacido cuando se cometió
el pecado. No se contentó con maldecir a los hombres, maldijo con ellos a toda
la naturaleza, su propia creación, que había encontrado él mismo tan bien
hecha.
Si un
padre de familia hubiese obrado de ese modo, ¿no se le habría declarado loco de
atar? ¿Cómo se han atrevido los teólogos a atribuir a su dios lo que habrían
considerado absurdo, cruel (una palabra ilegible), anormal de parte
de un hombre? ¡Ah, es que han tenido necesidad de ese absurdo! ¿Cómo, si no,
habrían podido explicar la existencia del mal en este mundo que debía haber
salido perfecto de manos de un obrero tan perfecto, de este mundo creado por
dios mismo?
Pero,
una vez admitida la caída, todas las dificultades se allanan y se explican. Lo
pretenden al menos. La naturaleza, primero perfecta, se vuelve de repente
imperfecta, toda la máquina se descompone; a la armonía primitiva sucede el
choque desordenado de las fuerzas; la paz que reinaba al principio entre todas
las especies de animales, deja el puesto a esa carnicería espantosa, al
devoramiento mutuo; y el hombre, el rey de la naturaleza, la sobrepasa en
ferocidad. La tierra se convierte en el valle de sangre y de lágrimas, y la ley
de Darwin –la lucha despiadada por la existencia- triunfa en la naturaleza y en
la sociedad. El mal desborda sobre el bien, Satanás ahoga a dios.
Y una
inepcia semejante, una fábula tan ridícula, repulsiva, monstruosa, ha podido
ser seriamente repetida por grandes doctores en teologías durante más de quince
siglos, ¿qué digo?, lo es todavía; más que eso, es oficialmente,
obligatoriamente enseñada en todas las escuelas de Europa. ¿Qué hay que pensar,
pues, después de eso de la especie humana? ¿Y no tienen mil veces razón los que
pretenden que traicionamos aun hoy mismo nuestro próximo parentesco con el
gorila?
Pero
el espíritu (una palabra ilegible) de los teólogos cristianos
no se detiene en eso. En la caída del hombre y en sus consecuencias
desastrosas, tanto por su naturaleza como por sí mismo, han adorado la
manifestación de la justicia divina. Después han recordado que dios no sólo era
la justicia, sino que era también el amor absoluto y, para conciliar uno con
otro, he aquí lo que inventaron:
Después
de haber dejado esa pobre humanidad durante millares de años bajo el golpe de
su terrible maldición, que tuvo por consecuencia la condena de algunos millares
de seres humanos a la tortura eterna, sintió despertarse el amor en su seno, ¿y
que hizo? ¿Retiró del infierno a los desdichados torturados? No, de ningún
modo; eso hubiese sido contrario a su eterna justicia. Pero tenía un hijo
único; cómo y por qué lo tenía, es uno de esos misterios profundos que los
teólogos, que se lo dieron, declaran impenetrable, lo que es una manera
naturalmente cómoda para salir del asunto y resolver todas las dificultades.
Por tanto, ese padre lleno de amor, en su suprema sabiduría, decide enviar a su
hijo único a la tierra, a fin de que se haga matar por los hombres, para
salvar, no las generaciones pasadas, ni siquiera las del porvenir, sino, entre
las últimas, como lo declara el Evangelio mismo y como lo repiten cada día
tanto la iglesia católica como los protestantes, sólo un número muy pequeño de
elegidos.
Y
ahora la carrera está abierta; es, como lo dijimos antes, una especie de
carrera de apuesta, un sálvese el que pueda, por la salvación del alma. Aquí
los católicos y los protestantes se dividen: los primeros pretenden que no se
entra en el paraíso más que con el permiso especial del padre santo, el papa;
los protestantes afirman, por su parte, que la gracia directa e inmediata del
buen dios es la única que abre las puertas. Esta grave disputa continúa aún
hoy; nosotros no nos mezclamos en ella.
Resumamos
en pocas palabras la doctrina cristiana:Hay un dios, ser absoluto, eterno,
infinito, omnipotente; es la omnisapiencia, la verdad, la justicia, la belleza
y la felicidad, el amor y el bien absolutos. En él todo es infinitamente
grande, fuera de él está la nada. Es, en fin de cuentas, el ser supremo, el ser
único.
Pero
he aquí que de la nada –que por eso mismo parece haber tenido una existencia
aparte, fuera de él, lo que implica una contradicción y un absurdo, puesto que
si dios existe en todas partes y llena con su ser el espacio infinito, nada, ni
la misma nada puede existir fuera de él, lo que hace creer que la nada de que
nos habla la Biblia estuviese en dios, es decir que el ser divino mismo fuese
la nada-, dios creó el mundo.
Aquí
se plantea por sí misma una cuestión. La creación, ¿fue realizada desde la
eternidad o bien en un momento dado de la eternidad? En el primer caso, es
eterna como dios mismo y no pudo haber sido creada ni por dios ni por nadie;
porque la idea de la creación implica la precedencia del creador a la criatura.
Como todas las ideas teológicas, la idea de la creación es una idea por
completo humana, tomada en la práctica de la humana sociedad. Así, el relojero
crea un reloj, el arquitecto una casa, etc. En todos estos casos el productor
existe al crear (?) el producto; fuera del producto, y es eso lo que constituye
esencialmente la imperfección, el carácter relativo y por decirlo así
dependiente tanto del productor como del producto.
Pero
la teología, como hace por lo demás siempre, ha tomado esa idea y ese hecho
completamente humanos de la producción y al aplicarlos a su dios, al
extenderlos hasta el infinito y al hacerlos salir por eso mismo de sus
proporciones naturales, ha formado una fantasía tan monstruosa como absurda.
Por
consiguiente, si la creación es eterna, no es creación. El mundo no ha sido
creado por dios, por tanto tiene una existencia y un desenvolvimiento
independientes de él –la eternidad del mundo es la negación de dios mismo- pues
dios era esencialmente el dios creador.
Por tanto,
el mundo no es eterno; hubo una época en la eternidad en que no existía. En
consecuencia, pasó toda una eternidad durante la cual dios absoluto,
omnipotente, infinito, no fue un dios creador, o no lo fue más que en potencia,
no en el hecho.
¿Por
qué no lo fue? ¿Es por capricho de su parte, o bien tenía necesidad de
desarrollarse para llegar a la vez a potencia efectiva creadora?
Esos
son misterios insondables, dicen los teólogos. Son absurdos imaginados por
vosotros mismos, les respondemos nosotros. Comenzáis por inventar el absurdo,
después nos lo imponéis como un misterio divino, insondable y tanto más
profundo cuanto más absurdo es.
Es
siempre el mismo procedimiento: Credo quia adsurdum. Otra cuestión:
la creación, tal como salió de las manos de dios, ¿fue perfecta? Si no lo fu,
no podía ser creación de dios, porque el obrero, es el evangelio mismo el que
lo dice, se juzga según el grado de perfección de su obra. Una creación
imperfecta supondría necesariamente un creador imperfecto. Por tanto, la
creación fue perfecta.
Pero
si lo fue, no pudo haber sido creada por nadie, porque la idea de la creación
absoluta excluye toda idea de dependencia o de relación. Fuera de ella no
podría existir nada. Si el mundo es perfecto, dios no puede existir.
La
creación, responderán los teólogos, fue seguramente perfecta, pero sólo por
relación, a todo lo que la naturaleza o los hombres pueden producir, no por
relación a dios. Fue perfecta, sin duda, pero no perfecta como dios.
Les responderemos de nuevo que la idea de perfección no
admite grados, como no los admiten ni la idea de infinito ni la de absoluto. No
puede tratarse de más o menos. La perfección es una. Por tanto, si la creación
fue menos perfecta que el creador, fue imperfecta. Y entonces volveremos a
decir que dios, creador de un mundo imperfecto, no es más que un creador
imperfecto, lo que equivaldría a la negación de dios.Se ve que de todas
maneras, la existencia de dios es incompatible con la del mundo. Si existe el
mundo, dios no puede existir. Pasemos a otra cosa.
Ese dios perfecto crea un mundo más o
menos imperfecto. Lo crea en un momento dado de la eternidad, por capricho y
sin duda para combatir el hastío de su majestuosa soledad. De otro modo, ¿para
qué lo habría creado? Misterios insondables, nos gritarán los teólogos.
Tonterías insoportables, les responderemos nosotros.
Pero la Biblia misma nos explica los
motivos de la creación. Dios es un ser esencialmente vanidoso, ha creado el
cielo y la tierra para ser adorado y alabado por ellos. Otros pretenden que la
creación fue el efecto de su amor infinito. ¿Hacia quién? ¿Hacia un mundo,
hacia seres que no existían, o que no existían al principio más que en su idea,
es decir, siempre para él?
Fuente: Biblioteca Virtual
Espartaco
Edición: Marxists Internet Archive, 2000.
OTRAS OBRAS DE BAKUNIN EN NUESTRO ARCHIVO:
APUNTES
BIOGRÁFICOS:
Revolucionario ruso. Uno de los fundadores del
anarquismo. En los años 1830, Bakunin fue un Joven Hegeliano. En 1848 participó
en la revolución en Alemania (alzamiento de Dresden). Fue arrestado en 1849 y
entregado a las autoridades rusas. Sentenciado a cadena perpetua, fue enviado
al exilio interno en Siberia luego de la muerte del Tsar Nicolás I (1857). En
1861 fugó de Rusia y se transladó a Londres.
Desde Londres, Bakunin participó en la Liga de la
Paz y la Libertad. En el II Congreso de la Liga, en 1868, él y sus
correligionarios, estando en la minoría, escicionaron a la Liga para establecer
su propia organización, la Alianza Internacional de la Democracia Socialista. A
fines de año Bakunin se muda a Ginebra.
En 1869 la Alianza se une a la Internacional
Obrera. En la Internacional Bakunin emerge como lider de un importante bloque
en oposición a Karl Marx. Él se dedica en esos años a viajar por Francia y
Suiza, dando charlas y agitando por sus posiciones politicas. En 1872 es
expulsado de la Internacional.
En 1874 participa en una fallida insurreción en
Boloña. Viaja a Berna en Junio de 1876, y allí muere el 1ro de julio del mismo
año. De él, Federico Engels ecribiría que combinó a Stirner con Proudhon,
llamando a dicha combinación "anarquismo".
Publicación cortesía de Vazcorp Corp y
Noticiasillescanos.net. Publicado en honor de la verdadera libertad de prensa y
libertad de libre información. Fotos, información y escrito cortesia de los colaboradores de la internet.